
Cuando Roald Dahl, autor de Matilda o Charlie y la fábrica de chocolate, aceptó el improbable encargo de escribir Solo se vive dos veces recibió esta fórmula: “Tienes que poner tres chicas. La primera es pro-Bond y se queda más o menos hasta el primer acto, cuando se la carga el villano, a ser posible muriendo en los brazos de Bond. La segunda es anti-Bond y normalmente lo captura, él tendrá que salvarse aturdiéndola con su encanto y potencia sexuales. Ella muere de una forma original (y a menudo espeluznante) hacia la mitad de la película. La tercera conseguirá sobrevivir hasta el final”.
En Sin tiempo para morir Léa Sydoux (el gran amor del espía); Lashana Lynch (su compañera de misión, otra agente 00) y Ana de Armas (una agente de la CIA) son las primeras chicas Bond de la era post-Me Too. Y suponen una oportunidad para evaluar la evolución de una saga que a menudo ha sido analizada como el mejor ejemplo del machismo rampante en el cine comercial de Hollywood. Hace ya 55 años que Dahl recibió aquellas instrucciones. Solo se vive dos veces era la quinta película de 007 pero, medio siglo y 20 películas después, ¿han mejorado las condiciones laborales de las chicas Bond?
La terminología con la que se las describía en las directrices de Dahl se manifestaba claramente en las películas: ellas no tenían entidad, carácter ni trama propios más allá de en cuanto repercutían a Bond. El espía disfrutaba de su hedonismo a través de placeres superficiales: un cóctel, un cigarillo, una mujer. Y este contexto, las chicas eran uno de tantos artilugios hermosos que le gustaba tener alrededor (coches bonitos, trajes bonitos, mujeres bonitas), de modo que ellas tendrían más o menos incidencia en la película dependiendo de la resistencia que opusieran a acostarse con él. Si accedían enseguida, resultarían irrelevantes y despachadas con “y ahora márchate, que vamos a hablar de cosas de hombres” (frase real de Goldfinger); si se resistían como Pussy Galore, que enla novela era lesbiana, seguirían pululando por ahí hasta que Bond consiguiese transformarlas.
Cuando la actriz Zena Marshall le preguntó al director Terence Young cómo era exactamente su personaje, Miss Taro, en James Bond contra el doctor No, este se limitó a describirla como “una mujer que existe en las fantasías de todos los hombres, pero que no existe en el mundo real”. Y en esta ensoñación, por tanto, la pesadilla es que la chica no sea de fiar, use el sexo para manipular al hombre o, peor aún, ni siquiera esté interesada en sexo con hombres. Por eso las chicas Bond fueron las primeras mujeres en el cine comercial que buscaban activamente el sexo, lo conseguían y continuaban con sus vidas sin recibir castigos morales. Porque a los hombres les convenía. Y por eso en esta saga hay algo mucho peor que ser una fresca: no serlo. Toda mujer que amenace el estilo de vida de Bond debe ser eliminada.
Este rol meramente decorativo y funcional ha convertido a las mujeres de la saga en el arquetipo de la misoginia Hollywood. Así que cada nuevo pasito (Holly Goodhead, agente de la CIA, científica y piloto en Moonraker; Rosie Carver, la primera chica Bond negra en Vive y deja morir; Monica Bellucci interpretando a la primera mayor de 50 años en Spectre) ha sido celebrado como un gran salto para la civilización occidental a pesar de tratarse de reajustes cosméticos. Seguían siendo irrelevantes en la trama y sus “herramientas de empoderamiento” resultaban tan vacíos como cuando Mattel lanzó una Barbie astronauta con tacones y no le puso una nave para que ejerciera como tal.
Lo de “Chica Bond” es una etiqueta machista por “chica”, cuando todas son mujeres, y por “Bond”, que anula su identidad como individua. Pero dentro de la etiqueta conviven mujeres muy distintas que lo único que tienen en común es que no tienen pasado ni mucho menos futuro al margen de su interacción con James.
La primera de todas, Ursula Andress, es la más icónica por ser la primera y por resumir la esencia de la chica Bond: posa para ser observada por la cámara, es exótica y por tanto sexualmente disponible y lleva un puñal que sugiere que va a ser peleona. Lo cierto es que Honey Ryder (los nombres parecen siempre el resultado de una apuesta perdida) no era ninguna pánfila: en su primera conversación con Bond le contaba que su vecino la había violado y ella lo había asesinado con una viuda negra para que agonizase durante siete días. Pero hoy el mundo solo la recuerda mojada saliendo del mar.
Esto no es culpa de Honey ni de Ursula, sino de una saga determinada a pasar a la posteridad por su forma y no por su fondo. ¿Quién recuerda el argumento de cualquiera de sus 25 películas? ¿Algún diálogo quizá, más allá de las frases míticas que se repetían en todas? Y sin embargo, ¿quién podría olvidar las canciones, los coches, las siluetas de los créditos o el gorro con el ala afilada del secuaz de Goldfinger? Incluso alguien que no haya visto ni una sola película de Bond sabe que una de sus chicas moría embadurnada en oro. Como le ocurre al propio James, su saga antepone la estética a todo lo demás. Y el público se deleita en el placer visual de los escenarios, el vestuario y, como buen elemento explícitamente decorativo, las mujeres.
En un universo como el de Bond, que es estético, superficial y de acción, la única forma de elevarlas es dándoles misiones. Dándoles cosas que hacer y no solo cosas que dejarse hacer. Pero aquellas que mostraban iniciativa solían acabar asesinadas. Pussy Galore en Goldfinger sabía judo porque su actriz, Honor Blackman, era experta, aunque eso no detuvo a Bond para violarla en el granero en una escena cuya música pretender hacer pasar por romántica. La villana Fiona Volpe en Thunderball utilizaba a James para acostarse con él y después capturarlo, tratándolo como él trata a las mujeres. Fiona Volpe parecía haber visto las películas anteriores: “Había olvidado su ego, señor Bond” se jactaba “según el cual si le hace el amor a una mujer ella empezará a escuchar coros angelicales, se arrepentirá y se volverá buena… ¡pues esta mujer no!”. Por supuesto, moría tiroteada tras cuestionar el estatus quo del héroe. Y aunque fuera de las buenas, Tracy Bond (Diana Rigg, tan famosa en los 60 por la serie Los vengadores que cobró más que George Lazenby) también debía ser fulminada por haber cruzado la línea inédita de llevar a 007 al altar.
Los 90 dieron tumbos. en Goldeneye Izabella Scorupco hacía de Meg Ryan, con sus cárdigans y sus blusas, mientras que Famke Janssen hacía de Sharon Stone con su fetiche sexual de asfixiar a los hombres con sus muslos. En El mundo nunca es suficiente Sophie Marceau fue la primera villana principal femenina. Sin embargo, el miedo de Barbara Broccoli (hija de Albert, el productor original, y matriarca de la saga desde su triunfal reactivación con Goldeneye) a pasarse de frenada y actualizar demasiado a Bond hasta neutralizae su esencia ha llevado a la saga a dar un paso atrás por casa dos pasos adelante. En El mañana nunca muere la coronel Wai Lin (Michelle Yeoh) peleó, tiroteó y persiguió tantos malos como el propio Bond y sin depender de sus órdenes. Pero en la siguiente entrega, El mundo nunca es suficiente, Denise Richards interpretó a una físico nuclear llamada Christmas Jones que se pasaba la película correteando semidesnuda. La otra candidata para el papel fue Geri Halliwell.
En 2006 Casino Royale aprovechó la jubilación de Pierce Brosnan para modernizar la franquicia con Daniel Craig, un Bond de gimnasio que sale mojado del mar (¡Miren! ¡Ahora ellos también son objetos sexuales!) y una chica Bond que enamoraba a 007 tratándole como él llevaba la segunda mitad del siglo XX tratando a las mujeres. Para empezar, le reprochaba que considerase a las mujeres “placeres desechables en vez de conquistas valiosas”. Flirteaba como en una screwball de Hepburn y Grant: “Por muy encantador que sea, señor Bond, voy a mantener mis ojos en el dinero de su gobierno y no en su trasero perfecto”. Y cuando él le daba un vestido de noche para asistir a una gala ella, aparecía con otro traje para él. Su muerte, sin embargo, puso a las chicas Bond de nuevo en la casilla de salida.
Como James se planteaba abandonar su trabajo por ella, Vesper Lynd debía ser exterminada y convertida en un detonante para la trama de venganza de Quantum of Solace. Este recurso narrativo es un cliché que la autora de cómics Gail Simone bautizó como “La mujer en el frigorífico” en referencia a una trama de Linterna verde en que la trama se desencadenaba cuando la novia del héroe aparecía muerta dentro de una nevera. Pero lo peor es que Quantum of Solace revelaba que Lynd no era una superespía, sino un mero títere.
Cuando Ana de Armas anunció que su personaje en Sin tiempo para morir, una agente de la CIA llamada Paloma, lo había escrito Phoebe Waller-Bridge, la guionista favorita de Hollywood gracias a su serie Fleabagaclaró que su misión en el guión no era hacer menos machista a Bond sino hacer menos machista a la película. El agente 007 jamás podrá permitirse dejar de ser una fantasía masculina, pero sí puede modernizarse haciéndole un hueco a sus chicas. Ellas también puedan funcionar como fantasías aspiracionales para las espectadoras.
Él seguirá siendo, tal y como lo juzgó M en Goldeneye, “un dinosaurio sexista y misógino; una reliquia de la guerra fría cuyos encantos adolescentes, aunque no tienen efecto en mí, evidentemente atrajeron a la joven que envié a evaluarlo”. Judi Dench interpretaba a la primera jefa de Bond, en consonancia con el nombramiento en el mundo real de Stella Rimmington como directora del MI6 en 1992. Cuando M murió en Skyfall, en brazos de 007, su despedida tuvo una solemnidad conmovedora que demostró que, cuando quiere, la saga sabe tratar a sus mujeres. Aunque sea porque es la única que no se ha acostado con Bond.