Aquel consejo de nuestras madres, «ponte siempre una muda limpia por si te pasa algo», hoy suena a la posguerra. El siglo XXI se define por tres pilares: internet, la popularización de la ironía, y la gente que lleva ropa interior sexy todos los días. Pero no siempre fue así. Antes de la revolución de los ángeles de Victoria’s Secret a principios de los 90, la mayoría de las personas no le daban mayor importancia a sus prendas íntimas a menos que tuviesen la esperanza de recibir visita. La industria de la moda explotó el fervor consumista de los 90 y derribó la última frontera, ayudada por la asimilación social de la promiscuidad: Victoria’s Secret y Calvin Klein nos obligaron a preocuparnos también de lo que llevábamos debajo de la ropa por si acaso. La ropa interior ya no se compraba en mercerías, se acabó eso acercarse a un mercadillo de incógnito a por «cinco bragas por 2000 pesetas», Quelova y Cadena Q se convirtieron en museos: la ropa interior se volvió un objeto de deseo de primeras marcas, y por lo tanto era tan cara como el resto de prendas. Esta picante (y rentable) nueva tendencia despertaba tantas pasiones que creaba sus propias estrellas. Tyra Banks, Claudia Schiffer o Eva Herzogiva pasaron a la historia en sujetador, incluso existió una serie que giraba en torno al negocio de la lencería.
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