El Hollywood de los 90 parecía un campamento de verano. Las estrellas infantiles veían su sueldo crecer más rápido que sus huesos, y mientras su fama aumentaba, el matrimonio de sus padres se derrumbaba. Los chavales encajaban en un mismo molde (canallitas con cara de haber dormido menos de lo que deberían), pero las niñas ofrecían más complejidad y variedad: estaba la rara (Christina Ricci), la respondona (Gaby Hoffman), la adorable (Thora Birch) y la aventurera (Anna Chlumsky). Y luego estaba Kirsten Dunst. Inclasificable, incómoda y desconcertante. Durante la promoción de su primera película, Entrevista con el vampiro, le preguntaron si le hizo ilusión trabajar con la mayor estrella del planeta (Tom Cruise) y ella no parpadeó cuando respondió «yo no he venido a este mundo para agradar a Tom Cruise». Tenia 12 años y estaba destinada a reivindicarse como la principal superviviente de aquella precoz generación de miniactrices.
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