Cada vez que hay una revolución en la cultura pop, Laura Dern está ahí

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En 2001, una odisea en el espacio, un monolito descomunal se aparece en tres escenas distintas. Primero, cuando los simios adquieren la destreza de manejar (huesos a modo de) herramientas. Después, cuando el hombre pisa la Luna por primera vez. Y finalmente, el monolito resurge en los albores de la inteligencia artificial. En la película de Stanley Kubrick, este dolmen simboliza un salto y un ascenso en la evolución de la humanidad. En términos generacionales, Laura Dern es nuestro monolito. Cada vez que la cultura pop se transforma y se adentra en una nueva dimensión, allí está Laura Dern. ¿Casualidad? ¿Masonería? ¿Magia negra? Este año regresa con la serie Big Little Lies, la secuela de Twin Peaks y Los últimos Jedi. Abróchense los cinturones, porque esto solo puede significar que la cultura pop se dispone a dar otro salto sin red.

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Las chicas del cable sobre la lealtad femenina, el método y Pablo Motos

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Blánca Suárez, Maggie Civantos y Nadia De Santiago valen para todo. Con mucho más nervio, seguridad y lucidez que sus personajes en Las chicas del cable, son capaces de pasar de explicar la mecánica del trabajo de un actor a reflexionar sobre el feminismo o a comentar la serie como espectadoras dentro de la misma frase. Las tres actrices llevan pantalones y difrutan de una mayor libertad sobre sus vidas personales y profesionales que las telefonistas de principios de siglo que interpretan. Y utilizan esa libertad. Maggie habla por los codos (y siempre resulta elocuente), Nadia parece más reflexiva y Blanca transmite la sensación de medir en todo momento cada palabra que va pronunciando. Ella misma confirma esa sospecha: «en las entrevistas hay que mirar mucho qué dices, cómo lo dices y sobre qué hablas. Si eres incisivo y haces bromas de más, o bromás ácidas, pueden malinterpretarse enseguida. Y yo soy muy dada a hacer ese tipo de bromas, así que tengo que contenerme. Pero me da rabia. Es como si tuviéramos poca capacidad de reirnos de nosotros mismos». Hay cierta mordacidad en Blanca Suárez que ella parece querer disimular.

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Todo el mundo creía que era la mujer más guapa del mundo, menos ella

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Jodie Foster tenía el prestigio. Demi Moore explotaba su erotismo. Meg Ryan resultaba adorable. Michelle Pfeiffer lo era todo a la vez. Lo sorprendente de la desaparición de Pfeiffer (lleva cuatro años sin trabajar) no es que Hollywood le haya dado la espalda, un ostracismo al que también ha condenado a Foster, Moore o Ryan. Lo chocante es que Pfeiffer se haya precipitado al abismo, a esa fosa común online de las galerías de «mira cómo están ahora las estrellas del pasado», desde una posición tan alta. A finales de los 80 y principios de los 90, Michelle Pfeiffer no solo era una actriz de carácter y una estrella mundial. Michelle Pfeiffer fue la mujer más hermosa del planeta.

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El más animal de Hollywood

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Richmond, Londres. Un tipo roba una moto y, en su huida, se salta un semáforo en rojo y choca contra un Mercedes. Pero ese desgraciado ha infringido la ley delante del testigo equivocado: el actor Tom Hardy pasaba por ahí y, tras presenciar el crimen, se pone a correr detrás del ladrón calle arriba. Después de atravesar varios jardines residenciales saltando las vallas que los dividen, Hardy consigue agarrar al delincuente del cuello de la camisa, le reduce en el césped y le cachea en busca de armas. «He cazado a este hijo de puta», les aclara a los espectadores fortuitos de la persecución. En cuanto llega la policía, el actor se larga. Su trabajo ya está hecho. No todos los héroes llevan capa.

Esta podría ser una escena de una película de acción, pero es la vida real. Sucedió el martes 24 de abril en el barrio donde Tom Hardy (Londres, 39 años) vive con su esposa, la también actriz Charlotte Riley, y sus dos hijos de nueve y dos años. El actor demostró que, como sus personajes de Max en Mad Max, furia en la carretera (George Miller, 2015) o Bane en El caballero oscuro, la leyenda renace (Christopher Nolan, 2012), prefiere reaccionar ante las emergencias con visceralidad e inventar un nuevo nivel de fuerza bruta antes que reflexionar.

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Jonathan Demme, el hombre que cambió el mundo con una película

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En 1992, Jonathan Demme tenía Hollywood a sus pies. Tras hacer historia con El silencio de los corderos (la tercera película en lograr los cinco Oscars principales: película, director, actor, actriz y guión), tenía a su disposición todos los proyectos que quisiera. Demme se decantó por Philadelphia. La primera película producida por un gran estudio sobre el sida, la enfermedad que aterrorizaba al mundo entero.

Un par de años antes, Compañeros inseparables (un drama independiente sobre cómo el virus diezmó la comunidad homosexual) había intentado sin éxito fichar a alguna estrella para lograr repercusión. Todos dijeron que no. Ningún actor de primera fila quería ver su nombre, su cara y su cuerpo asociados a una enfermedad que provocaba temor, paranoia y repulsión colectiva. Al aceptar dirigir Philadelphia, Jonathan Demme convirtió automáticamente la película en una de los más prestigiosas del año.

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No lo llames «chico malo», llámalo mala persona: el caso Mark Wahlberg

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Boston, 1986. Un grupo de niños negros de diez años juega en la playa. De repente, una pandilla de chavales blancos de quince años empieza a insultarles. Cuando se acercan, los niños salen corriendo, pero los gamberros les persiguen y les tiran piedras mientras gritan «¡matad a los negros!». Dos de las niñas acaban en el hospital. ¿Es una película de terror? ¿Un drama de denuncia social que ya suena como favorito para los Oscars? No, es un hecho real. Uno de esos chicos de quince años que tiraban piedras contra niñas negras de diez era Mark Wahlberg.

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Siete momentos en los que Pixar se olvidó que había niños en la sala

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El impacto de Pixar en la cultura popular colectiva camina entre el entretenimiento masivo y un revolucionario concepto de «para todos los públicos«. Sus aventuras no solo funcionan en todas las edades, culturas y clases sociales, sino que además desarrollan sus relatos a dos niveles paralelos con dos lecturas alternativas: una misma escena apela a los niños y a los adultos a la vez, despertando sentimientos distintos y dejando una huella diferente en cada uno. Como asegura su fundador, John Lasseter, “la animación es el único género que realmente atrapa a toda la familia”.

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