Existe un cliché en Hollywood que dice que las estrellas se diferencian del resto de seres humanos porque, cuando entran en una habitación, se adueñan de ella. Esta es una característica que no se puede explicar pero sí sentir cuando uno comparte espacio con “una estrella”: lo ocupa de forma distinta, como si fuera suyo y tuviese la deferencia de compartirlo contigo. Lo que Denzel Washington, que viste traje oscuro con camiseta oscura y cuya cara, energía y actitud parecen la de un tipo la mitad de joven (tiene 63 años), ha venido a vender es Equalizer 2. Pero inevitablemente, en la transacción acaba erigiéndose él mismo como el producto. Para adueñarse de la habitación tal y como le corresponde a una estrella que está encantada de llevar siéndolo tres décadas, Washington opta por la estrategia de adueñarse de la conversación.
Su herramienta es un semblante serio, medio desconfiado y medio confundido, que periódicamente desarma cambiándolo por una sonrisa abrumadora. Esa sonrisa que cualquier espectador que haya visto una sola película suya puede recrear en su cerebro: satisfecha, plena y amable en cuanto a que su objetivo primordial es incluirte en su discurso (ya sea para convencerte de lo que está explicando o para distraerte porque no te está respondiendo a tu pregunta). Esa sonrisa de triunfador encantado de conocerse y encantado de conocerte, que ha desayunado bien y que lleva décadas sin tener que preocuparse de hacer el desayuno. Esa sonrisa profesional, mecanizada y calculada que contribuyó a su estrellato masivo (pocos actores garantizan tanto como él que, si tus padres pillan una película suya por televisión, van a quedarse a verla hasta el final) y que sin embargo parece auténtica. Al fin y al cabo, Denzel Washington, el hombre, y Denzel Washington, la estrella, son lo mismo. Él, desde luego, no tiene ninguna intención de distinguirlos.
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