Durante los 64 años que lleva celebrándose el festival de Eurovisión, que nació como una fiesta para reunificar a la Europa de posguerra, el continente ha vivido la caída del muro de Berlín, el fin de sus dos últimas dictaduras y el Brexit. Pero se ha mantenido tozudamente apolítico: Eurovisión es una tregua a ritmo de canción ligera. Arcade, del candidato de Holanda Duncan Laurence, ganó evocando la épica llenaestadios de Coldplay (o, según el comentarista de TVE Tony Aguilar, Pablo López) mientras que el español Miki quedó en el puesto 22 con La venda. Que suena mal, pero es el quinto mejor resultado para España en esta década: ha llegado un punto en el que no quedar los últimos ya se siente como una victoria moral.
Muchos han llamado al boicot ante la hipocresía de que un festival que va con el corazón por delante (en la O de su logo) se celebre en un país opresor con el pueblo palestino, pero Eurovisión apeló una vez más a la filosofía de Cabaret: ahí fuera hace frío, pero aquí todo es hermoso. Aquí disfrutas de la mayor superproducción televisiva del planeta, cada efecto visual te cuesta varias dioptrías y cada vestido te recuerda a Juncal Rivero en Noche de fiesta. Ninguna de las videopostales que promocionaban el turismo en Israel antes de las actuaciones estuvo rodada en la Franja de Gaza. #Palestina fue el octavo término más mencionado de la noche en redes sociales, pero no fue el único.
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