El amor y la risa existían antes de la invención del cine y seguirán existiendo mucho después de que el cine se extinga. Por eso nunca han dejado de rodarse comedias románticas, desde All For A Girl en 1912, y el género se revela como uno de los terrenos más fértiles para comprender la evolución de la sociedad norteamericana: el amor como refugio ante la Gran Depresión de los años 30 (Sucedió una noche), la guerra de sexos en los 40 (La costilla de Adán), la prosperidad económica de los 50 (Sabrina), la liberación sexual de la mujer en los 60 (Desayuno con diamantes), la amargura post-Vietnam y post-Nixon de los 70 (Harold y Maude), la incompatibilidad patente entre hombres y mujeres de los 80 (una década que además fusionó la comedia romántica con el cine de género: Un, dos, tres, splash, Tras el corazón verde), la movilidad entre clases facilitada por el capitalismo en los 90 (Novio de alquiler), la incorporación definitiva de la mujer a los puestos de poder en los 2000 (La proposición) o la gestión de las enfermedades mentales en los 2010 (El lado bueno de las cosas, que huyó de la etiqueta de comedia romántica a pesar de que se beneficiaba de todos y cada uno de sus efectismos). Sin embargo, no solo no se la valora como texto cultural sino que se la menosprecia sistemáticamente en nombre del buen gusto, del arte y de la inteligencia. ¿De dónde viene el estigma contra la comedia romántica?
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