
En 2005 una mujer llamada Cindy Sheehan aparcó su caravana en las proximidades de la casa de campo de George Bush. Ella había perdido a su hijo en la guerra de Irak y quería contarle su historia al entonces presidente de Estados Unidos, una iniciativa que muchos consideraron inapropiada, delirante y hasta antipatriótica. Pero Viggo Mortensen no. Él cogió un avión de Los Ángeles a Dallas, se acercó a saludar a la mujer y charló con ella un rato. Al despedirse, el actor le dio agua, verduras frescas y un ejemplar de 1984 de George Orwell no con ninguna intención de hacer un gesto político sino, tal y como él explicaría después, porque sospechaba que Cindy iba a pasarse mucho tiempo esperando en esa caravana. Y no se quedó más rato porque tenía que volver a Los Ángeles para recoger a su hijo en el colegio. Este arrebato resultaría excéntrico o incluso performativo si se tratase de cualquier otra estrella (y desde luego es imposible imaginarse a Clooney, Cruise o Gibson haciéndolo), pero en el caso de Viggo Mortensen la anécdota suena honesta. Porque él es la estrella menos artificial de Hollywood, el lugar más artificial del planeta.
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