
Durante décadas, el cine de Woody Allen fue el buque insignia de “Lo Que Los Intelectuales Veían”. Los culturetas debatían sobre sus películas constantemente, cada nuevo estreno era un acontecimiento en la sección de cultura de los periódicos y la frase “pues a mí no me hace gracia Woody Allen” se convirtió en el cliché con el que la gente “anti-pretenciosa” manifestaba su rechazo al esnobismo. Sus películas nunca eran demasiado taquilleras, pero su relevancia era masiva en cuanto a que influía en prácticamente todo lo que el gran público consumía. Tal y como explicaba Meryl Streep en El diablo viste de Prada con su monólogo del azul cerúelo, las decisiones que toman los diseñadores de alta costura tienen réplicas hasta en el cajón de saldos más remoto de Wisconsin. Del mismo modo, Woody Allen estaba presente en toda la ficción. El ejemplo más popular quizá sea Ross en Friends: un judío neurótico, obsesionado con su formación académica, cuya primera esposa le dejó por otra mujer (como hacía, precisamente, Streep en Manhattan) quedándose con su hijo para criarlo juntas.
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