A Russell Crowe le gusta contar una anécdota de la época en la que, recién cumplidos los 20 años, trabajaba como camarero. Él trató de meterse en el bolsillo a una clienta comportándose como cualquier turista esperaría que se comportase un australiano en los años 80: como Cocodrilo Dundee. Insolente, brusco y encantador. Así que cuando la clienta pidió un descafeinado, Russell le trajo un vaso de agua hirviendo y ella se quejó, él le espetó «señora, cuando descafeinamos algo en Australia no tocamos los cojones». Porque según él explicaba años después, «en la Nueva Zelanda de 1986 un descafeinado era agua caliente con una cucharada de Nescafé, no existían todas esas opciones de latte y espresso». Una hoja de reclamaciones después, Russell estaba despedido y seguía sin entender por qué. Al fin y al cabo, le había dado a esa clienta una experiencia australiana inmersiva.
Esta anécdota resume el carácter de Crowe y su complicada imagen pública:se comporta como el personaje que cree que el público espera de él, supuestamente en broma, pero la gente lo acaba percibiendo como un grosero. Y por eso el que fue durante una década el actor favorito del planeta ha acabado pasando a la historia como el tipo con más mala hostia de Hollywood. Tanto le llamaron bruto que acabó creyéndoselo.
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