Grease lleva cuatro décadas funcionando como uno de los fenómenos más disparatados entre tres generaciones distintas de espectadores. Se trata de una parodia del cine adolescente de los 50 (Rebelde sin causa) y una extravagante producción rodada en la década más austera de Hollywood (los 70) que sin embargo fascinó inexplicablemente al público infantil, el último demográfico al que la película estaba dirigida. Grease lleva 40 años siendo disfrutada, bailada y rebobinada por niños y niñas que no captan las referencias a Ben-Hur (otra película de los 50, cuya escena de las cuádrigas es imitada durante la carrera de coches), a la homosexualidad de Rock Hudson (durante el número Look At Me, I’m Sandra Dee) o a la comicidad del lamento de Danny Zucko en Sandy, a pesar de estar cantándola en un columpio con un anuncio de salchichas detrás.
Grease sobrevive en el imaginario colectivo asentada sobre dos pilares culturales: es uno de los mayores clásicos populares de la historia (de esas pocas películas que no necesitan el reconocimiento crítico para mantener su relevancia) y es un ejemplo proverbial en las retrospectivas de “películas cuyos valores han envejecido regular”. El número final en el que Sandy decide someterse no solo a un cambio radical de imagen, sino de carácter e identidad (se convierte, literalmente, en otra persona), es a menudo analizado como un paradigma machista, opresivo y casposo. Incluso los que lo denuncian son sensibles de caer en el mismo machismo que critican: en junio de 1998, la revista Cinemanía describió en su sinopsis que “Sandy se transforma en una putilla para conseguir al hombre de sus sueños”. ¿Pero realmente es para tanto?
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