Jonathan Demme, el hombre que cambió el mundo con una película

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En 1992, Jonathan Demme tenía Hollywood a sus pies. Tras hacer historia con El silencio de los corderos (la tercera película en lograr los cinco Oscars principales: película, director, actor, actriz y guión), tenía a su disposición todos los proyectos que quisiera. Demme se decantó por Philadelphia. La primera película producida por un gran estudio sobre el sida, la enfermedad que aterrorizaba al mundo entero.

Un par de años antes, Compañeros inseparables (un drama independiente sobre cómo el virus diezmó la comunidad homosexual) había intentado sin éxito fichar a alguna estrella para lograr repercusión. Todos dijeron que no. Ningún actor de primera fila quería ver su nombre, su cara y su cuerpo asociados a una enfermedad que provocaba temor, paranoia y repulsión colectiva. Al aceptar dirigir Philadelphia, Jonathan Demme convirtió automáticamente la película en una de los más prestigiosas del año.

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Breve historia de las reivindicaciones políticas en los Oscars

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En 1977 Vanessa Redgrave recibió una nominación al Oscar por Julia. Este honor fue defenestrado por la Liga de la Defensa Judía, que organizó piquetes en los eventos de la Academia en los que quemaba fotografías de la actriz. La razón es que aquel mismo año Redgrave había producido y narrado el documental El palestino, una denuncia de la inhumana situación del pueblo palestino tras la fundación (invasiva) del estado de Israel. Los manifestantes pedían, por encima de todo, que la Academia (compuesta en gran parte por judíos) castigase a la actriz dejándola sin Oscar. Pero en un emocionante giro de guión, Vanessa Redgrave ganó esa estatuilla.

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Tom Hanks (y con él la integridad y la decencia) vuelven a ser comerciales

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Se ha puesto de moda criticarle, pero Tom Hanks (California, 60 años) no va a dejar de interpretar hombres corrientes en circunstancias extraordinarias sólo porque le acusen de repetirse. Durante el auge de la corrección política liderado por Bill Clinton, Hanks fue el mayor símbolo del heroísmo de andar por casa. Y el público depositó todas sus esperanzas en él. Era a la vez el héroe que queríamos y el que necesitábamos, dentro y fuera de la pantalla.

Su segundo matrimonio, con la actriz Rita Wilson, parece el único estable de Hollywood: llevan 28 años juntos. Tiene cuatro hijos, no bebe, no fuma («me parece absurdo inhalar humo por la boca a propósito», asegura) y no ha dado ni un sólo escándalo en toda su vida. «De pequeño era tímido, pero me gustaba gastar bromas. Aun así, nunca me metí en problemas, era un buen chaval y bastante responsable», recuerda Hanks. Durante años, Tom fue la quintaesencia del buen hombre americano, que hacía lo que tenía que hacer, con una integridad sin fisuras. Desde su posición privilegiada de hombre blanco heterosexual, dio voz y defendió a los marginados tanto en sus películas como en sus entrevistas.

Pero cuando el nuevo siglo nos volvió cínicos y desconfiados, Tom Hanks se convirtió en una reliquia, tal y como le sucedía a Woody (el vaquero de Toy Storyal que el actor dobla). Ante el inminente regreso de una Clinton al poder, Tom Hanks está reconquistando al público. El actor, como no podía ser de otro modo, ha manifestado su apoyo a la candidata demócrata y ha comparado a Donald Trump con un dentista que cree que sabe hacer endodoncias aunque no haya hecho ninguna jamás. No puede ser casualidad que Hanks y los Clinton hayan regresado a nuestras vidas a la vez. Tal y como están las cosas, necesitamos volver a creer en él y en ese cine entusiasmado. Necesitamos que, al menos en las películas, sigan ganando los buenos.

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